Recuerdos de la muerte de Laura Aguirre

D. Leandro Carrasco Bootello es el párroco del Rincón de la Victoria. Tanto él como su familia tienen mucho trato con la Sierva de Dios. Cuando ella muere,  es un joven  que colabora con la parroquia y actúa como acólito en la misa funeral.  Estos son sus recuerdos de aquellos momentos:

En la tarde del 31 de diciembre de 1986 sonó el teléfono de mi casa. Era don Francisco Ruiz Salinas, Párroco por ese entonces de Álora, que llamaba para comunicarnos que Laura había muerto. No olvidaré en ese  momento la cara de mis padres. Mi madre me dijo con lágrimas en los ojos “Estará ya en la presencia de Dios, desde allí cuidará de todos” y mi padre le respondió: “Laura ha entrado en el cielo hasta con los zapatos puestos, ha sido una Santa en la Tierra y ahora lo será en el cielo”. Esos eran los comentarios de todos los que poco a poco se fueron enterando de la triste noticia a pocas horas de terminar el año.
Yo tras la noticia, recuerdo que con mi hermano Antonio fui a la Parroquia. Había que pedir la llave a Frasquito, el sacristán para hacer doblar las campanas “agoni” para que el pueblo se enterase de lo ocurrido. Hacía frío y mi madre nos dijo que fuéramos abrigados. Cuando entramos en la Parroquia, me parecía más fría que nunca. Estaba vacía, sus grandes columnas se me caían encima, mi corazón no podía aguantar la angustia y, en ese momento, antes de subir al campanario, me arrodillé ante el Sagrario y lloré. Mis ojos se deshacían en lágrimas, mientras pensaba en los momentos vividos junto a Laura. Le pregunté al Señor el por qué. Humanamente a aquel niño de 15 años le costaba entender que el grano de trigo tenía que caer en tierra y morir para dar buen fruto. Tras desahogarme en mi llanto, le dije a mi hermano que subiéramos a lo más alto del campanario; no nos quedaríamos en la planta primera donde colgaba por un agujero de la torre aquella cuerda de tantos metros que estaba amarrada al badajo de una de las campanas. Subimos casi corriendo aquellas escaleras de caracol, tenía necesidad de subir hasta lo más alto, tenía necesidad de estar cerca del cielo, tenía necesidad de estar cerca de aquella mujer que había cerrado los ojos a este mundo y los había abierto a la vida eterna para seguir con su misión; interceder ante Dios por los más  necesitados.
Cayó la tarde de aquel miércoles último día del año. Cenamos en mi casa con la conversación sobre la señorita Laura. Yo con 15 años no estaba acostumbrado a ir al duelos pero al de aquella mujer no podía faltar. Sabía perfectamente a pesar de ser un adolescente que aquella muerte no era la de alguien «normal», yo sabía que la señorita Laura pasaría a la historia de Álora como alguien muy especial. Sobre las 21:00 horas de la noche me dirigí a la residencia donde Laura quedó expuesta en la capilla ardiente para que el pueblo de Álora le diera el “adiós”. Recuerdo perfectamente mi llegada, me temblaban las piernas y mi empeño era no solo rezar por su alma, yo necesitaba verla. Había gente en la puerta y otras entraban y salían de la capilla situada entonces en la planta baja y principal, al fondo de la puerta de entrada. Había silencio, los que estaban dentro de la capilla estaban de rodillas ante su capilla ardiente. Me acerqué sigiloso. No estaba yo acostumbrado a ver muertos y me pareció que estaba dormida. Tenía entre sus manos cruzada un crucifijo y enredados entre sus dedos un rosario. Se me atragantó un nudo en la garganta y mientras lagrimas caían por mis mejillas solo pude decirle: “Gracias por tu vida, pide al Señor mucho por nosotros”. Me senté en uno de los bancos al final de la capilla. Faltaba aún dos horas para terminar el año. Ese fin de año fue especial para mí. Cuando tanta gente estaría contando minutos para descorchar champagne y abrazarse eufóricamente por el nuevo año rodeado de uvas y cotillones, yo quería solo estar allí, junto a Laura aprovechando esta ocasión que a pesar de mi juventud, me merecía más la pena: Entré el año nuevo rezando delante del Sagrario y contemplando el cuerpo sin vida de la que todo el mundo ya entonces reconocíamos como Santa.
Una mano tocó mi hombro, era la mano de Don Francisco, que me susurró al oído “vete a casa, ya es tarde, mañana vendrá el Obispo para la Misa funeral, así que vete con tiempo para la sacristía que te tengo que explicar lo que tienes que hacer”. Nunca había sido monaguillo del Obispo, aunque si le conocía personalmente porque estaba acostumbrado a verle en las Misas que al final de las convivencias del Seminario Menor solíamos celebrar en el Seminario de Málaga. Don Ramón Buxarrais Ventura era un hombre cercano y su presencia en aquella Eucaristía no provocaba un gran impacto en mí, acostumbrado a verle, pero quería que todo saliera lo mejor posible.  “Habrá incienso en esa Misa” pensaba yo, porque en las Misas Solemnes solíamos encender el incensario que durante casi todo el año estaba guardado en el armario de la Sacristía.
Faltaba más de una hora para el entierro y bajando la calle ya se veía un grupo bastante grande de señoras mayores agolpadas en la puerta de la Parroquia, esperando que se abriera la iglesia y poder ocupar un sitio, pues se sabía de la cantidad de gente que iría ese día a la iglesia, y no tanto por el Obispo, sino por dar el último adiós a la sierva de Dios.  Ya una hora antes era una gran multitud la que iban ocupando los bancos y  eso sin contar la cantidad de personas que en el cortejo acompañaron al cuerpo de Laura desde la residencia. Ni en los mejores días de la novena a la Patrona hubo tanta gente, teniendo en cuenta que hubo años que los vecinos colindantes dejaban sus sillas de casa, para que fueran ocupados, durante los Cultos a la Virgen de Flores. Llegó el obispo y después de rezar un rato de rodillas delante del sagrario entró en la sacristía y dándome una caricia en la cabeza me dijo: «a tí te conozco yo, te he visto en el seminario» a lo que yo tímidamente asentí con mi cabeza.
Todo estaba preparado, como algo fuera de lo ordinario en los entierros donde el color litúrgico es morado, Don Francisco, el Párroco nos había dejado dicho a los monaguillos que el color litúrgico en el entierro sería el blanco así que dejamos los ornamentos del mismo 1 de enero, fiesta de Santa María Madre de Dios y día de Año Nuevo, donde el blanco de los tiempos de Navidad engalanaban el altar mayor. Pregunté al Párroco: “don Francisco, ¿Las velas del nacimiento también se encienden?  a lo que él sin pensar respuesta afirmó: pues claro, será un entierro de fiesta, Laura ha sido luz para mucha gente así que todas las velas del nacimiento de Jesús deben de estar encendidas”. Llegó el féretro a hombros y yo junto al obispo sujetamos el acetre con agua bendita y el hisopo. Todavía no podía distinguir desde la puerta de la iglesia la cantidad de gente que venía detrás; fue cuando subí las escaleras del presbiterio del altar mayor cuando contemplé aquel mar de gente nunca visto en otro evento de la parroquia. La parroquia es enorme, pero había gente en la calle sin poder entrar. Los monaguillos nos mirábamos perplejos y por señas el párroco me dijo que pusiera más formas en otros copones para la consagración pues lo mismo faltaban formas consagradas después en el momento de la comunión.
No recuerdo exactamente las palabras de Don Ramón (el obispo) en su homilía pero sí recuerdo que varias veces cuando hacía alusión a Laura lo hacía con el término de “Mujer de Dios” y hacía referencia a su entrega generosa con los pobres mientras el silencio del pueblo expectante escuchaba las palabras del obispo entre llantos y asentimientos con la cabeza reconociendo que todo lo que el obispo decía era cierto. Todos sabíamos que estábamos en el entierro de una Santa que con entrega generosa a los más pobres se había ganado el cariño y el afecto de todo un pueblo volcado en ese momento para darle el “adiós”. El silencio se rompió al final de la celebración cuando durante un buen rato los aplausos de todos despedían el cuerpo de la Señorita Laura, cuando salía por la puerta principal de la Parroquia a hombros; muchos a su paso tocaban su ataúd y se llevaban las manos a la boca y otra a distancia le tiraba besos mientras gritaban sus “gracias”, otros, mientras el féretro salía por el pasillo central hacían la señal de la cruz con cierta reverencia…yo en mis adentros recordaba al centurión que a los pies de Jesús Crucificado reconoció al Nazareno como verdaderamente al hijo de Dios… me decía continuamente “verdaderamente Laura es una Santa, y algún día la Iglesia la pondrá en los altares”.
Terminado el entierro, nos quedamos en la iglesia los monaguillos recogiendo los ornamentos y despedimos al Obispo que no dejaba de comentar asombrado la cantidad de personas que fueron a despedir a Laura y el cariño demostrado por todos los perotes. La vida del pueblo siguió, y os que conocimos a la Señorita Laura nunca olvidaremos el testimonio de humanidad, de cercanía, de sacrificio, de renuncia, de entrega, de prudencia, de humildad… de la Sierva de Dios.

           LEANDRO CARRASCO BOOTELLO, Párroco de El Rincón de la Victoria (Málaga)